Aniversario atentado contra la embajada de Israel


El 17 de marzo de 1992, en la esquina de Arroyo y Suipacha, en la Ciudad de Buenos Aires, un estruendo pavoroso atronó en las almas de una sociedad completa. Lo que sucedió esa tarde excedió ampliamente los intereses relacionados con la comunidad judía en la Argentina: fue un acto terrorista contra toda una sociedad que pasó el día, frenética y de manera atípica, atenta a los medios de comunicación en busca de información y respuestas.
Cerca de las tres de la tarde un coche-bomba había sido detonado frente a la Embajada de Israel. El atentado cobró 22 víctimas mortales e hirió a más de 240 personas. La modalidad, típica de las prácticas terroristas, utilizó la sorpresa y la violencia a mansalva como armas de destrucción. En este caso, un suicida había estrellado una camioneta llena de explosivos contra el frente del edifico causando el desastre. Sorpresivamente. A mansalva.
Este doloroso hecho del que hoy se conmemoran 27 años se ha convertido en otra herida abierta en la historia reciente de nuestro país. El atentado se mantiene rodeado de un gris impenetrable. La Justicia no pudo ser categórica, entonces no hubo justicia. Lo único que quedó fuera de discusión es que el acto podía adjudicarse al Jihad, el brazo armado del Hezbolá. El resto es historia.
Idas y vueltas judiciales. Nombres y búsquedas internacionales. Pausas o dilaciones inexplicables. Así, al día de hoy, demasiadas personas siguen en busca de respuestas. Demasiadas familias necesitan la verdad.
Una de las injusticias que más conmueve en relación a hechos de violencia de este tipo es la falta de misericordia por el inocente. El terrorismo hace del miedo su bandera y de la masacre su condición, por lo que la muerte de niños, ancianos o cualquier individuo no implicado en la lucha es parte indispensable en la instalación del terror, así como el señalamiento de enemigos reales o ficticios es parte del trabajo de instauración del fanatismo, que horada la sensibilidad de las personas hasta que logra su meta de democratizar el odio. Permite que sea más sencillo detectar a quién apuntarle.
Lo que cuenta es que paga la gente a la que no importa sacrificar; que no se interesa por quiénes pelean. Que no sabe por qué lo hacen. Que no es parte de ese gran error.
Muy pocos días atrás, una nueva versión del terror permitió conocer un costado distinto de la perversión, cuando un asesino transmitió en vivo su acto de odio e intolerancia contra personas profesando su fe. En Christchurch, Nueva Zelanda, dos mezquitas fueron arrasadas a tiros, dejando un tendal de 50 muertos y otros tantos heridos. Todo esto transmitido en vivo por una red social. Entonces, la espectacularización de la muerte se transforma en un medio para consagrar al asesino. La celebración de la violencia como medio de profundización del miedo y la irracionalidad, es una vertiente que la cultura de la digitalización permite con las herramientas que socializa. Es una expresión de las posibilidades tecnológicas con las que cuenta la “sociedad moderna”. Las mismas que fallaron al momento de detectar el inicio de la transmisión.
En una fecha como esta, tenemos la obligación de traer al frente y en mayúsculas la importancia del respeto hacia el otro como máxima irrenunciable. Todos nacemos iguales, sin importar nacionalidad, credo ni convicciones políticas. Y en esa igualdad radica la esperanza de que los seres humanos seamos capaces de evolucionar hacia una civilización en la que el respeto por la palabra sea tan sagrado como el respeto por la vida.
La pregunta que nos hacemos cuando somos testigos de la intolerancia es por qué. Y a esta altura de los acontecimientos y habiendo corrido tanta sangre nos hacemos otra aún más difícil de contestar: ¿hasta cuándo?

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