El dolor de Venezuela, debe ser nuestro dolor


La democracia es una construcción colectiva y eso implica entender las responsabilidades que hay de ambos lados del diálogo democrático: quienes eligen y quienes son elegidos. Cuando un pueblo apoya un proyecto, lo hace pensando en sí mismo, en su futuro, el bienestar de su familia, su expectativa de crecimiento, su libertad de elección. 

Entonces, cuando un gobierno elegido popularmente le da la espalda a ese pueblo que lo bendijo, lo sumerge de a poco en la miseria, le va coartando su libre albedrío, el acceso a medicamentos, alimentos y necesidades básicas de confort e higiene, entonces ese gobierno ha perdido el rumbo y la premisa de construcción colectiva se diluye a favor del beneficio de quien detenta el poder y sus aliados. Y solo eso.

Esto está pasando en Venezuela, país arrasado en el que a las carencias materiales se suman pérdidas irreparables: más de 40 muertos hasta el día de hoy tiñen de sangre el reclamo popular por recuperar una forma de gobierno más inclusiva y favorable. La historia cambia cuando un solo individuo pierde la vida por pensar distinto. Este es el límite al que ninguna nación debe hacer oídos sordos.

Más allá de las posiciones que cada cual pueda tener respecto a la legalidad o no del regimen que hoy rige los destinos de Venezuela, más allá de las posiciones ideológicas en pugna y que se traducen en una batalla política inédita en la región latinoamericana, lo cierto, lo dramáticamente cierto, es que en el centro gravitante de esta situación que no parece que vaya a resolverse en lo inmediato, está el pueblo venezolano. Según las principales agencias internacionales de Derechos Humanos desde Amnesty International a Human Right Watch y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, decenas de miles de ellos padecen hoy hambre y desnutrición, millones de ellos –los que han podido hacerlo- han partido al exilio (las calles de Lima, Bogotá, Santiago y Buenos Aires son un fiel reflejo de esta diáspora) y millones de ellos también sienten que su presente y su futuro les ha sido arrebatado. También las mismas agencias denuncian, de manera fiel y documentada, la existencia de hostigamiento, persecución y tratos crueles a miles de opositores políticos llevadas a cabo por agentes estatales, algo que no podemos ignorar y que debe ser denunciado de manera clara y firme sin temor a ser acusados de tomar ningún partido. El hostigamiento político y la tortura son aberrantes, siempre, no importa qué ideología los ejerza ni sobre quién los ejerza.
Hace tan solo unas décadas atrás, y esto es algo que muchos han olvidado, Venezuela fue el refugio elegido por miles de argentinos que huían de las garras de nuestra dictadura. En sus ciudades y pueblos, decenas de miles de argentinos lograron encontrar reposo y sosiego hasta la llegada de la democracia a nuestro país en 1983. Es una historia lejana, pero que bien vale traer a la memoria en días como estos en los que nuestras calles se pueblan de tantos huidos del conflicto esperando un consuelo y una protección, el mínimo consuelo y protección  que necesita cualquier exiliado o refugiado, del régimen político que sea.
Venezuela  se desangra hoy de manera absurda. No es el motivo de estas líneas tomar partido por una de las posiciones en pugna, sino enunciar que en el centro de cualquier discusión sobre ese país debe estar, de manera clara y contundente, sin ambigüedades, la alianza  solidaria con las víctimas de este derrumbe social, político y económico.
La sinrazón, la desmesura, la falta de cálculo político, la mezquindad ideológica, la ambición económica, los intereses financieros son, entre otros tantos factores, los que han transformado a una de las grandes potencias latinoamericanas en un verdadero baldío en el que la vida de millones de sus ciudadanos está siendo amenazada diariamente. Podríamos seguir discutiendo horas, días y semanas acerca de la legitimidad del gobierno de Maduro o de Guaidó. Y no está mal que eso suceda porque forma parte de la disputa política. Lo que no  debiera consentirse, es la naturalización del sufrimiento humano de millones de hombres y mujeres que están siendo arrojados al más cruel de los desamparos.
Es necesario que ya, ahora mismo, se efectivice una inmediata solidaridad internacional con el pueblo venezolano que se traduzca en asistencia alimentaria y sanitaria, una ayuda que permita que ese pueblo recobre un mínimo de dignidad en medio de este derrumbe, para no ser devorado por la brutal intemperie a la que ha sido injustamente arrojado.
Volvemos a decirlo. Cada cual, y es legítimo que así sea,  podrá pensar o imaginar el destino político más justo para Venezuela, pero en lo que no puede haber desacuerdo alguno es en la necesidad urgente de solidarizarse materialmente con todas las víctimas de esta situación. El tiempo del hambriento y del exiliado, el de cualquier víctima de un conflicto social, no se mide del mismo modo que el tiempo del resto de los seres humanos. La solidaridad con el dolor del pueblo venezolano es ahora, y exige el compromiso real y efectivo de todos.

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