Esclavitud, una deuda de la democracia.





Desde hace 200 años la idea de democracia se sostiene con base a un grito sagrado: libertad. Las democracias modernas comenzaron a aparecer en la segunda mitad del siglo XIX junto con el sufragio universal, el reconocimiento de los derechos humanos y la abolición de la esclavitud.

La democracia sabemos, es la forma de hacernos cargo de nuestro destino como sociedad, por tanto, contar con un gobierno que exprese la voluntad colectiva y también el derecho de cada individuo a desarrollarse como ser humano. Improbable ser ciudadanos sin la garantía de la libertad. 

La esclavitud, práctica presente desde tiempos inmemoriales ha sido abolida en todo el mundo. Pero sólo en la teoría. En la práctica, ha adoptado nuevas formas. Millones en todo el mundo son víctimas de trabajos forzados, explotación sexual y tráfico de personas. También en nuestro país. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) define esta práctica como el trabajo o servicio forzoso u obligatorio que se extrae de cualquier persona bajo la amenaza de un castigo y para el cual la persona no se ha ofrecido de forma voluntaria.



Cabe preguntarnos ¿Cómo es posible que haya esclavos, hoy, en el siglo XXI? Esta pregunta expresa la magnitud de este desafío actual, porque la esclavitud, porque la falta de libertad individual es la antítesis de la democracia, dado que es una de las más atroces violaciones a los derechos humanos.

Hoy la esclavitud constituye un flagelo inaceptable, un escándalo que interpela, con acento dramático, a la democracia. Y es uno de los más severos síntomas de la crisis moral de las sociedades modernas.

La democracia es portadora, claro, de los más sublimes ideales. Pero de poco sirve si no se genera un nuevo punto de partida, reaccionando en forma unánime frente a estos crímenes y liberando a todas y cada una de las millones de víctimas que sufren la miseria y la opresión.

Hay algo de lo que no cabe duda, las democracias están en deuda mientras no se erradiquen estos delitos, que degradan al ser humano y amenazan los cimientos mismos de la civilización.

Para eso primero es necesario que se comprenda, se tome conciencia, para avanzar hacia una activa participación social. Porque no es ficción, es real. Lo sufre un prójimo, cerca. Y nos afecta a todos.

El reconocimiento de este flagelo comienza por informarnos, participar, ser mejores ciudadanos, y hacer crecer a la democracia que, como las grandes catedrales medievales, se construyen entre todos y nunca se dejan de construir.

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